Al pueblo argentino y a los soldados de la patria: En mi carácter
de jefe de la Revolución Libertadora, me dirijo al pueblo y en especial
a mis camaradas de todas las armas para pedir su colaboración en
nuestro movimiento. La Armada, la Aeronáutica y el Ejército de la
patria abandonan otra vez sus bases y cuarteles para intervenir en la
vida cívica de la Nación. Lo hacemos impulsados por el imperativo del
amor a la libertad y al honor de un pueblo sojuzgado que quiere vivir de
acuerdo con sus tradiciones y que no se resigna a seguir
indefinidamente los caprichos de un dictador que abusa de la fuerza
del gobierno para humillar a sus conciudadanos.
Con el pretexto de afianzar los postulados de una
justicia social que nadie discute, porque en la hora presente es el
anhelo común de todos los argentinos, ha aniquilado los derechos y
garantías de la Constitución y sustituido el orden jurídico por su
voluntad avasalladora y despótica.
Esa opresión innoble sólo ha servido para el auge de la
corrupción y para la destrucción de la cultura y de la economía, de
todo lo cual es símbolo tremendo el incendio de los templos y de los
sacrosantos archivos de la patria, el avasallamiento de los jueces, la
reducción de la Universidad a una burocracia deshonesta y la trágica
encrucijada que compromete el porvenir de la República con la entrega
de sus fuentes de riqueza.
Si este cuadro pavoroso promueve la inquietud de los
argentinos, el dictador -después del simulacro de su renuncia- nos
ofrece la perspectiva de la guerra civil y de la matanza fratricida,
complaciéndose con la posibilidad de dar muerte a cinco opositores
inermes por cada uno de sus secuaces y torturadores.
No es extraño que fuera capaz de complicarse en la
profanación de la bandera para imputar el sacrilegio a sus opositores.
Ante los conciudadanos y la posterioridad lo acusamos de esa
incalificable villanía, plenamente comprobada en las actuaciones
labradas por el Consejo Supremo de Guerra y Marina. La preocupación por
el honor y la libertad, vulnerados por la tiranía, halló ancho cauce
en el corazón de la oficialidad joven, que con rara unanimidad
despreció las dádivas y el soborno y puso su limpia espalda al servicio
de los ideales ciudadanos.
Poco ha costado a quien firma esta proclama y a tantos
jefes que en toda la extensión de la República la rubrican con su
nombre y con su sangre, secundar ese esfuerzo juvenil que reivindica
para siempre el prestigio de las armas nacionales y a todos nos coloca
en la misma línea de los inmortales precursores: los que orlaron los
templos con los trofeos tomados al enemigo, los que hicieron flamear
nuestra enseña en las batallas que fundaron la patria y los que dieron
la lección insuperada de su desinterés y sacrificio.
Ningún escrúpulo deben abrigar los miembros de las
fuerzas armadas por la supuesta legitimidad del mandato que ostenta el
dictador. Ninguna democracia es legítima si no existen los presupuestos
esenciales: libertad y garantía de los derechos personales; si se
falsea el empadronamiento, o en los comicios se desconoce la expresión
de la voluntad ciudadana. En cambio, sí tiene toda su fuerza el
artículo de la Constitución vigente que ordena a los argentinos armarse
en defensa de la Constitución y de las leyes. O aquel otro que marca
con el dictado de infames traidores a la patria a los que conceden
facultades extraordinarias o toleran su ejercicio.
Sepan los hermanos trabajadores que comprometemos nuestro
honor de soldados en la solemne promesa de que jamás consentiremos que
sus derechos sean cercenados. Las legítimas conquistas que los
amparan, no sólo serán mantenidas sino superadas por el espíritu de
solidaridad cristiana y libertad que impregnará la legislación y porque
el orden y la honradez administrativa a todos beneficiarán.
La revolución no se hace en provecho de partidos, clases o tendencias, sino para restablecer el imperio del derecho.
Postrados a los pies de la Virgen Capitana, invocamos la
protección de Dios, fuente de toda razón y justicia, hacemos este
llamamiento a todos los que integran las fuerzas armadas de la Nación,
oficiales, suboficiales y soldados, para que se pongan con nosotros en
la línea que señala la trayectoria del Gran Capitán. Lo decimos
sencillamente, con plena y reflexiva deliberación: la espada que hemos
desenvainado para defender la entraña de la patria no se guardará sin
honor. No nos interesa la vida sin honra y empeñamos en la demanda el
porvenir de nuestros hijos y la dignidad de nuestras familias.